sábado, 24 de octubre de 2009

Texto de Arnold Kraus

Kraus Arnold. Una receta para no morir. Cartas a un joven médico. Alfaguara. México, 2005. pp. 16-20

“Desde que finalicé mi entrenamiento médico, hace casi veinte años, mucho ha cambiado el mundo. Mu­chas de las circunstancias y sucesos que ahora nos rodean antaño eran inconcebibles. El mundo y el ser humano del siglo XXI tienen que lidiar con contras­tes muy dolorosos. En un bellísimo ensayo intitulado, Al cumplir ochenta, Henry Miller escribió, "En cuan­to al mundo en general no sólo no lo veo mejor que cuando era yo niño de ocho años, sino mil veces peor". No se requiere ser escéptico para saber que Miller tiene razón: basta abrir la ventana de la casa y recoger los periódicos para darle la razón.

Somos testigos de las maravillas de la biotecnología y espectadores impotentes de las decapitaciones. Sa­bemos de la otrora inconcebible clonación y asistimos todos los días a las muertes por hambre o por enfer­medades previsibles en la mayor parte del mundo. Nos enteramos de la magia que representan los bebés de probeta y a la vez leemos la brutal desgracia que viven los niños y niñas recién nacidos que mueren abandonados en la calle. Nos deslumbramos al ente­rarnos de los transplantes de corazón y nos aterramos con la (casi) desaparición de algunas poblaciones en África a causa del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. El escenario previo es espejo del divorcio entre las bondades de la tecnología y las miserias del ser humano y es razón suficiente para preocuparse por las fracturas de la ética. Estas disparidades son para mí una "obsesión dolorosa", y un entramado muy ligado a la medicina. Obsesiones que deberían trans­formarse en obligaciones y de las cuales, considero, ningún médico debería sustraerse.Son inmensas las contradicciones que se viven todos los días en todos los rincones del mundo. Parecería inconcebible que tanta inteligencia se mezcle con tanta maldad, que la magia de la creación, sea médi­ca, artística o científica se contamine por el odio y por la destrucción. Aunque el mundo y el ser humano han tenido que caminar desde siempre por esos ca­minos, tengo sin embargo la impresión de que en la actualidad prevalecen como nunca antes, el dolor, el sufrimiento, la humillación y una inconcebible gama de tristes avatares que sepultan mucho de la condición humana y que minimizan los valores de la ética.

Nadie debería darse el lujo de distanciarse de esas circunstancias. Nadie debería ser indiferente a ellas. Todos somos, en mayor o menor grado, actores de esos dramas y de esa inteligencia. Cuando Fyodor Dostoievski escribió: "Todos somos responsables de todo y de todos, y yo más que los otros", resumió en un suspiro, en un inmenso suspiro, las obligaciones del ser humano. Por eso, la frase de ese magnífico fotógrafo de la realidad humana, de ese gran cirujano del alma humana, debería ser leitmotiv para resarcir un poco los valores de nuestra sociedad y del hombre­-mujer que no es ni hombre ni es mujer si no es pri­mero ser humano. Del ser humano, que en estos tiempos borrascosos debería considerar al de enfren­te como una persona similar a uno mismo. Del ser humano que se preocupa por "el otro" y por la masa amorfa que contiene "a los sin". A los sin trabajo, sin tierra, sin papeles, a los semaforistas, a las niñas que paren niñas, a los sin patria.

La frase del novelista ruso debería ser lema de todas las obligaciones y meta de todos los seres humanos. Creo que también debería ser la oración de despedida para los alumnos que finalizan la carrera de medicina.

No hay que olvidar que la visión dostoievskiana de la vida es una mirada dura pero real del ser humano. Mirada matizada por su personalidad -fue un tahúr empedernido- y por sus enfermedades -fue alco­hólico y epiléptico-. Por haber sufrido y vivido tantos desencuentros, la visión de Dostoievski, a tra­vés de sus palabras, retrata con crudeza y fidelidad muchas realidades.

Nadie debería ser ajeno a los malos momentos por los que atraviesa nuestra especie. Nadie debería dejar de sorprenderse cuando los periódicos retratan las mil caras de la miseria humana, muchas veces ejemplifi­cadas por enfermedades devastadoras o por personas que fallecen por carecer de los mínimos elementos para cuidar su salud. Entre esos "nadie", no tengo la menor duda, el médico debe ser una de las personas que tienen que caminar en primera fila para abande­rar las causas humanas.

¿Cómo no admirar y rendirse ante la fuerza y la moral de seres como el médico Albert Schweitzer, Premio Nobel de la Paz, quien abandonó su tierra natal, Alsacia, para ofrecer sus servicios a la gente más necesitada en África? Schweitzer además de médico, cultivó la filosofía, la teología y la música, pero fue sobre todo, un "médico misionero" comprometido con los seres humanos. En 1923, en el prefacio de uno de sus libros, escribió: "Quiero ser el pionero de un nuevo Renacimiento. Quiero diseminar la fe en una nueva humanidad como una antorcha incandes­cente que alumbre nuestros tiempos oscuros".

¿Qué diría hoy Schweitzer acerca del ser humano? ¿Qué nos exigiría? Sin duda tendría muchos argumen­tos para objetar la salud de la especie humana y mu­chas razones para replantear el caminar de los seres humanos y para denunciar las iniquidades sanitarias que devastan a nuestra especie”.

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